La cabeza rebotó contra el estante que había detrás y con el golpear de la cabeza las botellas que habían allí se agitaron. Una, dos, al piso.
-¡Hijo de puta, te voy a matar a palos!-
En su cara se dibujó una sonrisa de confort.
Desde su singular posición podía ver todo el local: Los estantes repletos de botellas y "comida", las heladeras repletas con cervezas, agua, jugos y demás porquerías. El vidrio que daba a la calle por la que apenas pasaba gente y sobre el cual ya se habían agolpado uno o dos intrigados por el nuevo espectáculo que gratis les ofrecían. Dentro del local tres personas: Ella sobre la puerta (ahora cerrada con una cadena y un candado bastante pesado, o al menos así se veía desde ahí) con su campera marrón, su pelo corto y opaco; su mirada vagaba entre la extraña pareja de enfrente y el universo infinito. Estaba el "otro tipo", que se apoyaba contra el mostrador con cara de póker y un teléfono en la mano. Y finalmente estaba la cara rechoncha y colorada de su agresor que se desdibujaba en el fondo del retrato.
-¡¿Y te vas a quedar acá quietito hasta que llegue la policía me entendiste?!- Hablaba entre dientes, como mordiendo las palabras, apenas dejándolas escapar.
Ella había dicho que se quedaran tranquilos y eso iba a hacer. El cuello le dolía, las costillas le dolían y si su agresor seguía apretando pronto iba a quedarse sin aire. Pero nada de eso le molestaba, el estaba tranquilo, desconectado, Zen. Su mente estaba diluida en un caldo de pastillas y alcohol. Nada le podía tocar.
La mano aflojó y cayó al piso. Cayó como caen las personas inconcientes, golpeando el suelo con todo el cuerpo al mismo tiempo. Cayendo tan bajo como pueden caer. Un sonoro !PLAF¡ de una botella compañera coronó la caída. Su pelo negro, lustroso y enmarañado se baño en el charco de sidra barata; el cual protegido por una espesa capa de grasa parecía no absorber el líquido.
El agresor le gritaba algo a la gente de afuera, su cuerpo grande y macizo se recortaba bien contra el vidrio y la noche. Si tuviera fuerzas se le hubiese tirado arriba, hubiera hecho estallar el vidrio en mil putos pedazos que se le clavarían al agresor y correría calle abajo hasta encontrar algún escalón o un baño.
Ella pareció leerle la mente; y todo sucedió en cámara lenta: saltó del piso y caminó derecho hacia el agresor, tomó una de las botellas y se la partió contra la cabeza, tirándole al piso mientras le insultaba. El otro no perdió el tiempo y la agarró por detrás levantándole del suelo. Entonces el se paró y fue directo a su encuentro. Forcejearon unos segundos que se hicieron eternos y en un instante ambos se encontraban corriendo calle abajo. El otro había atravesado el cristal y ahora empezaban a sonar unas sirenas distantes.
-!Mierdamierdamierdamierdamierda...!- Repetía ella mientras su sangre se habría paso a través de las agotadas venas.
Corrieron tan lejos y tan rápido como pudieron. Sin dirección, sin conciencia. Era un acto puramente instintivo. Salvarse, eso era todo lo que contaba.
Agitados y agotados terminaron escondiéndose detrás de un viejo edificio que era hogar de unos pocos indigentes y refugio de incontables ratas.
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