To tap into the wild side, to feel the raw agonizing screech through the air, to hit the six strings of the guitar until your fingers bleed, your eardrums burst into a slim, silvery flat sound and black motes fill your eyes. And you cling to an invisible wall of sound and you still feel like shit. But you just don't care.
Jack's smirking revenge (or not at all)
Borradores, ideas y demases.
miércoles, 16 de enero de 2013
jueves, 20 de diciembre de 2012
Aquel malvado y digno Drácula
Se ha mosqueado alguno -son los inevitables daños
colaterales de esta página pecadora- porque hace un par de semanas,
choteándome del lenguaje socialmente correcto, comenté que en eso, como
en otras cosas, los españoles somos cada vez más gilipollas. Y un lector
me reprocha que aplique el adjetivo en términos generales, sin matizar.
Eso me recuerda un viejo chiste. Después de meter la pata en algo, un
fulano comenta a un amigo suyo: «Somos gilipollas». El amigo responde:
«No pluralices»; y entonces precisa el otro: «Bueno, vale, no pluralizo.
Eres gilipollas».
Seamos justos. Aunque España es un lugar especialmente fértil para que toda estupidez propia o foránea arraigue y se reproduzca gorda, gallarda y lustrosa, el fenómeno no es sólo de aquí. Sólo somos otra panda de memos, a fin de cuentas. El fenómeno es internacional. Pensaba en eso esta mañana, viendo la publicidad de una película. Vampiros buenos y guapos que se enamoran y tal. Con sus penas y su corazoncito. Quizá es porque a los de mi quinta los vampiros nos parecieron siempre unos perfectos hijos de puta, o sea. Murciélagos con pretensiones. Gente vestida de etiqueta, fea de cojones, que se limitaba a su obligación, chuparles la sangre del pescuezo a señoras estupendas, habitualmente en camisón, y no se planteaba sentimientos ni puñetitas a la luz de la luna. Como mucho, meditaban sobre la soledad del vampiro, la eternidad y tal, dentro de un ataúd o sentados en una lápida del cementerio; pero no andaban de guateques, conducían motos o se morreaban escuchando canciones de Shakira. Por no hablar de los zombis, oigan. Aquellos muertos vivientes que antes se querían colar en la casa del bueno y merendarse a la familia, y ahora lo mismo bailan en discotecas que cuidan de su novia o de su mejor amigo. Zombis y vampirillos adolescentes, guapitos, imberbes, vestidos así como en Zara, y que parecen recién salidos del instituto. Los muy capullos.
Si nos vamos a los cuentos para niños y los dibujos animados, ni les digo. Chorrean mermelada hasta echar la pota. Todo cristo, incluso los malos tradicionales de toda la vida, es ahora bueno y simpático: vampiros, ogros, marcianos, magos, asesinos, bandoleros y demás, son de un entrañable que revuelve las tripas. Hasta las brujas malas -que además suelen estar anatómicamente potables en sus versiones modernas- tienen siempre una escena en la que se explica la razón freudiana por la que la sociedad las hizo perversas como son; e incluso algunas cambian de bando al final, movidas por la compasión y los sentimientos naturales en todo ser humano. Etcétera. Y qué decir de los malos de pata negra, con solera, como los piratas. Eso ya es para no echar gota. Ahora la única diferencia entre un feroz filibustero del Caribe y un reno de Santa Claus es que el filibustero lleva un parche en un ojo. Si no me falla la memoria, el último malo de verdad en una película de dibujos animados -admirable malo a secas, auténtico, digno, sin mariconadas, malo como Dios manda- era el capitán Garfio.
Dirá alguno de ustedes que qué pasa. Por qué ha de ser negativo que los malos sean buenos. Y a eso responde el simple sentido común: transformar en figuras adorables a todos los personajes que tradicional y universalmente han venido siendo claves para encarnar el mal en la imaginación de los hombres, en las fábulas, relatos y ejemplos con los que nutrimos el imaginario de niños y jóvenes, es escamotear referencias útiles, símbolos necesarios para identificar el mundo que los aguarda, y para sobrevivir en él. Un niño, sobre todo, necesita saber claramente que existen el bien y el mal, e incluso que la misma Naturaleza tiene sus propias maldades objetivas, intrínsecas. Sus reglas implacables. Y que, por todo eso, el mundo, la existencia, son territorios imprecisos, lleno de cosas hermosas pero también de amenazas y enemigos hostiles. De maldad y negrura. A ver cómo van a enfrentarse después a la vida y sus brutalidades unos chicos educados en la idea perversa de que todo lo real o imaginado es bueno, o puede serlo. De que el bien siempre triunfa, los pajaritos cantan y el mal se disuelve bajo la luz de la verdad, el amor y la razón. De que hasta los tiburones, los buitres y las serpientes son bondadosos. De que los malos no existen. Hacerles creer eso es criminal, pues sentencia a muerte, deja intelectualmente indefensos, a quienes necesitarán más tarde mucha lucidez y mucho coraje para sobrevivir en este mundo hostil. En la educación de un niño, la figura del malvado, la certeza de su negra amenaza, es incluso más necesaria que la del héroe.
Patente de Corso 15/10/2012 - Arturo Perez Reverte
Seamos justos. Aunque España es un lugar especialmente fértil para que toda estupidez propia o foránea arraigue y se reproduzca gorda, gallarda y lustrosa, el fenómeno no es sólo de aquí. Sólo somos otra panda de memos, a fin de cuentas. El fenómeno es internacional. Pensaba en eso esta mañana, viendo la publicidad de una película. Vampiros buenos y guapos que se enamoran y tal. Con sus penas y su corazoncito. Quizá es porque a los de mi quinta los vampiros nos parecieron siempre unos perfectos hijos de puta, o sea. Murciélagos con pretensiones. Gente vestida de etiqueta, fea de cojones, que se limitaba a su obligación, chuparles la sangre del pescuezo a señoras estupendas, habitualmente en camisón, y no se planteaba sentimientos ni puñetitas a la luz de la luna. Como mucho, meditaban sobre la soledad del vampiro, la eternidad y tal, dentro de un ataúd o sentados en una lápida del cementerio; pero no andaban de guateques, conducían motos o se morreaban escuchando canciones de Shakira. Por no hablar de los zombis, oigan. Aquellos muertos vivientes que antes se querían colar en la casa del bueno y merendarse a la familia, y ahora lo mismo bailan en discotecas que cuidan de su novia o de su mejor amigo. Zombis y vampirillos adolescentes, guapitos, imberbes, vestidos así como en Zara, y que parecen recién salidos del instituto. Los muy capullos.
Si nos vamos a los cuentos para niños y los dibujos animados, ni les digo. Chorrean mermelada hasta echar la pota. Todo cristo, incluso los malos tradicionales de toda la vida, es ahora bueno y simpático: vampiros, ogros, marcianos, magos, asesinos, bandoleros y demás, son de un entrañable que revuelve las tripas. Hasta las brujas malas -que además suelen estar anatómicamente potables en sus versiones modernas- tienen siempre una escena en la que se explica la razón freudiana por la que la sociedad las hizo perversas como son; e incluso algunas cambian de bando al final, movidas por la compasión y los sentimientos naturales en todo ser humano. Etcétera. Y qué decir de los malos de pata negra, con solera, como los piratas. Eso ya es para no echar gota. Ahora la única diferencia entre un feroz filibustero del Caribe y un reno de Santa Claus es que el filibustero lleva un parche en un ojo. Si no me falla la memoria, el último malo de verdad en una película de dibujos animados -admirable malo a secas, auténtico, digno, sin mariconadas, malo como Dios manda- era el capitán Garfio.
Dirá alguno de ustedes que qué pasa. Por qué ha de ser negativo que los malos sean buenos. Y a eso responde el simple sentido común: transformar en figuras adorables a todos los personajes que tradicional y universalmente han venido siendo claves para encarnar el mal en la imaginación de los hombres, en las fábulas, relatos y ejemplos con los que nutrimos el imaginario de niños y jóvenes, es escamotear referencias útiles, símbolos necesarios para identificar el mundo que los aguarda, y para sobrevivir en él. Un niño, sobre todo, necesita saber claramente que existen el bien y el mal, e incluso que la misma Naturaleza tiene sus propias maldades objetivas, intrínsecas. Sus reglas implacables. Y que, por todo eso, el mundo, la existencia, son territorios imprecisos, lleno de cosas hermosas pero también de amenazas y enemigos hostiles. De maldad y negrura. A ver cómo van a enfrentarse después a la vida y sus brutalidades unos chicos educados en la idea perversa de que todo lo real o imaginado es bueno, o puede serlo. De que el bien siempre triunfa, los pajaritos cantan y el mal se disuelve bajo la luz de la verdad, el amor y la razón. De que hasta los tiburones, los buitres y las serpientes son bondadosos. De que los malos no existen. Hacerles creer eso es criminal, pues sentencia a muerte, deja intelectualmente indefensos, a quienes necesitarán más tarde mucha lucidez y mucho coraje para sobrevivir en este mundo hostil. En la educación de un niño, la figura del malvado, la certeza de su negra amenaza, es incluso más necesaria que la del héroe.
Patente de Corso 15/10/2012 - Arturo Perez Reverte
domingo, 2 de diciembre de 2012
P-p-P
La felicidad es lo que hay entre malos momentos. El amor es lo que hay entre la soledad y el descorazonamiento. Espacios entre medio de una cosa, y la otra. Entre un labio y el otro: La boca. Entre tu pena y mi olvido. Entre tu pierna y la otra.
El tiempo compartido. Las presencias remotas. Y sin embargo, una vez que todo lo dicho fue dicho, solo el dolor es propio.
Los recuerdos se comparten, las risas se comparten. Pero el dolor...indivisible, eterno...mientras dura al menos. Entra, se estanca y luego se va en silencio. No como la risa, que traquetea plácidamente cuesta abajo hasta ser murmullo que contagia a otros. No. El dolor se va chorreando despacito. Como para que uno, acostumbrado a su presencia, no note su ausencia hasta pasado el escape. Intimo. Único. Y nos damos vuelta, y vemos los rastros de su salida. Y le dedicamos una última mirada. Porque sabemos que aunque todos lo conozcamos, no hay una sola persona en el mundo que pueda hacer propio el dolor de uno ni robarnos el orgullo de haberlo sobrevivido. Ya nos vamos a volver a encontrar, es cierto. Pero para entonces yo voy a ser más viejo de lo que fui. Ambos más iguales, y más distintos.
jueves, 22 de noviembre de 2012
Respirar
Recuerdo el olvido.
Recuerdo el momento insignificante,
la parodia de el gesto.
El olvido sí...lo recuerdo.
Recuerdo las calles y recodos,
recostados contra las barras de los bares.
La plaza del pueblo.
El silencio de la madrugada.
Recuerdo los ecos de una guitarra,
en el jardín de una casa.
El olor a la lonja y la cerveza.
El frío en la cara por el desvelo.
El calor de saberse acompañado.
En la inmensidad de el olvido.
Sí...lo recuerdo.
viernes, 26 de octubre de 2012
M.M.
Caminaba al filo de el sueño. Lo sabía. Esa delgada línea entre las profundidades de el reino de Morfeo y las profundidades de la taza de café. Estaba sentado en la mesada de la cocina y se filtraba algo de luz entre las cortinas. Estaba caminando por la orilla de una playa. Con los codos sobre la mesa y la cara sobre las manos cada tanto cabeceaba y volvía a la cocina. Estaba en un pasillo. Una casa vieja. Con piso de madera, empapelado añejo y aire con olor a polvo. Al final de el pasillo una puerta. Por debajo de la puerta se adivinaba luz en la habitación. Luz que contrastaba con la oscuridad que parecía habitar en el resto de la casa. Extendió la mano. Cruzó el umbral.
La habitación pertenecía a otra casa. O a esa casa. No estaba seguro pero no volteó. Sabía que de girar el pasillo probablemente no estuviese allí, ni el polvo, ni el empapelado, ni nada más que la apacible cabaña rústica en la que parecía estar.
- Buenos días
La voz provenía de una figura sentada sobre una cama. Era su abuela, su maestra de segundo, su madre o tal vez las tres. O ninguna.
- ¿Esto es un sueño verdad? - Preguntó susurrando sin tener muy claro por que.
- No. Por supuesto que no. - La mujer se levantó y descorrió unas cortinas dejando entrar la luz de la mañana. Se acercó a el y le colocó una mano sobre la cara. Pudo sentir el calor y el olor profundo y dulzón del jazmín. Luego el dolor punzante cuando la mano empezó a hundirse en el cachete. Arañando, desgarrando el rostro como si fuese masa.
Despertó. Estaba en la cocina. Había vuelto a cabecear. Por reflejo se llevó la mano a la cara. Todavía le quedaban ecos, como caricias de el dolor. La taza de café seguía ahí sin terminar. Todo estaba en orden. Aunque no recordaba haber descorrido las cortinas.
jueves, 25 de octubre de 2012
Sobre Dios y esos mojos
Sobre el paradero de Dios poco se sabe. Sin embargo, si sabemos de el incidente que originó su auto exilio.
Aparentemente sobre el año 300 después de Cristo un diácono luego de extensas horas de plegarías, privación de sueño y alimentos habría llegado a ponerse en contacto con Dios. Ante la mirada perpleja de el mismo el diácono formuló una pregunta: ¿Por qué existen los mosquitos?*. Dios no sabía que contestar. Primero intentó saber (algunos dirán que esto es tonto pero cuando uno es omnipotente lo que no sabe se sabe si uno quiere saberlo y punto). Luego intentó recordar. Logró recordar haber creado el vino, haber tenido una idea esplendida y de alguna manera algo había salido mal.
Esto. Como podrán imaginar, no le gustó nada nada Dios. Y siendo todo poderoso, todo sapiente, todo, bueno....todo todo. No está en su obrar usual ni pedir disculpas ni dar explicaciones. Sin embargo el no poder saber porque había hecho algo que había hecho le planteó las limitaciones de su poder y lo sumergió en una profunda crisis existencial. Desde entonces no se sabe nada de el. Y digo El porque momentos antes de que el diácono fuera devuelto a su forma mortal pudo verle debajo de la pollera. Por supuesto que momentos después de relatar su historia murió fulminado por un rayo....el señor obra de maneras extrañas.
*- Teniendo en cuenta lo inusual de la pregunta, se puede suponer que la misma como la privación de sueño y las plegarias pueden justificarse a raíz de una inmensa invasión de mosquitos que siguió luego de una temporada de lluvias al rededor de esas fechas -
miércoles, 10 de octubre de 2012
1316
Cuando sublimar no alcanza.
¿Qué se hace cuando el beso lava las heridas,
pero deja el sabor amargo del recuerdo?
No es solo cambiar de dueño,
no es solo apretar los dientes y esperar.
También hay que ser honesto.
También hay que dejar de ser perro.
Cuando la sonrisa cómplice es un esfuerzo.
Cuando se avanza a fuerza de peso.
Ni la pena, ni la verguenza, ni la ilusión,
alcanzan para convencerse, para transformarse,
para volver a ese salón.
Donde el abrigo es eterno,
donde siempre brilla el sol.
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