Y entonces se abre el telón.
El espectáculo que comienza tiene tanto de maravilloso como de siniestro.
Al des-correrse el velo de la realidad comienzan a funcionar mecanismos escondidos. Donde el tiempo muta y cambia constantemente. Donde las cosas se escurren y brillan. Y se apagan. Y brillan.
Y en esta especie de realidad en bruto comienzan los cambios. Todo se llena de intensidad. Se hincha. Se conecta e impulsa. Como un collage de acuarelas y sentido. Todo armoniza.
Pero con la brutalidad aterciopelada de el prestidigitador que saca el mantel dejando todo en perfecto orden, con esa caricia que ahoga y sin previo aviso todo, todo se vacía de contenido. Desaparece.
Entonces hay que caminar de un lado al otro de la habitación, hay que acostarse a mirar el techo, hay que salvar lo que se pueda salvar o no. Y (des)esperar a que vuelva a elevarnos el viento mientras se consume la voluntad.
"Vive el presente".
Quienes experimentaron el infierno saben el horror que guardan esas palabras. Tener esa pared negra. El vacío infinito adelante. Y que no quede más que un mísero pedazo de presente para vivir. Día a día. Latido a latido. Presente absoluto. La completa anulación de el individuo. El automatismo. El hombre-engranaje. El cruel destino de el hombre-vacío. Porque en el presente no se puede ni se quiere vivir. Pero seduce. La explosión y el vacío seducen. Y cuando reconocemos esa parte que anhela el agarre de esa mano, que habla en lenguas familiares, que quiere colgar los zapatos y subirse a esa montaña rusa...cuando sabemos que estamos nosotros, el reflejo crudo y real de el espejo, y la tercera vía...que difícil es no quedar atrapado por esa sirena. Incluso a sabiendas que nos esperan las rocas, y el filo, y encallar, y callar, y romperse, y volverse al fondo de el mar.
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