Está recostado sobre un sillón raído. Saco marrón a un costado, en el suelo. Zapatos y pantalón a tono. En mangas de camisa fuma metódicamente, las cenizas se acumulan en su pecho.
Se parte la boca con Charlie Parker, que viene sonando bajito, casi imperceptiblemente desde un costado la habitación.
Nunca le gustó las etiquetas pseudo intelectuales que se le adjudican al jazz. El, que había crecido la mayor parte de su vida escuchándole por influencia de sus mayores no le veía esa magnificencia tan pedorra, tan sopa instantánea, tan que no tenía nada que ver.
El jazz, a su entender (o al menos el que el consideraba bueno), se trataba, al igual que muchas otras músicas, de la explicación sin explicación alguna. Simplemente el ser en un momento particular (pudiendo ser este momento muchos momentos) y el estar de algún humor especifico (sea cuales fueren).
Realmente, le daba pena la intelectualización y academización de un género inventado por hombres y mujeres que en su mayoría no sabían ni leer ni escribir, ni música ni idioma.
Pero sin embargo, y más allá de todo ese asunto, había algo que le mantenía con media sonrisa clavada en el rostro y los ojos bien cerrados.
El disco saltó a King Oliver y su inmortal, inmejorable versión de "St James Infarmary".
He's got the blues baby, esa tristeza inmensa, tan inmensa que debe ser la felicidad.
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